Las horas
“Mil colores luce la muerte
en las tumbas florecidas.”
Eduardo Galeano
Entre las cuatro y las cinco
de la austera madrugada
mueren los amores prohibidos
envueltos de culpa, y muere también
la cómplice negrura con que se tizna
el grito de la gitana voluble.
Ya pasadas sexta y octava hora diurna,
reposa para siempre el sueño.
Se va dejando morir este sueño
arrebolando sus bostezos en las nubes
hasta que la vista lo deja irse
a los celestes últimos.
Cuenta las numerosas muertes de la mujer
la llegada del mediodía,
la ve comerse las uñas con los hijos
y la piel con los fantasmas.
A la una y a las dos
la muerte se despierta en los niños.
A la una y a las dos
la muerte se despierta
en los niños,
con mucha,
mucha
pereza.
De tres a seis,
con aguacero de catarsis,
con aguacero piadoso,
con aguacero profeta,
muere Vallejo.
A las siete, a esa hora juguetona
y secuaz,
a esa hora muere la niña.
De las ocho a las diez
la blanca muerte va a los hospitales,
mientras los grillos entretienen a los más vivos.
Ya dan las once y las doce,
en cárceles y cementerios
y en algunas sinagogas,
se oyen gritos espantados que golpean la puerta
cuando el aliento abandona
a quien abandonaron los amigos.
Primeras dos horas del día recién
nacido,
por usar una palabra,
la muerte se muda a los esposos.
Y a las tres,
a las tres de la mañana,
a las tres en llovizna incómoda,
a las tres del futuro y el pasado,
a esta hora del demonio,
a las tres del sol y la hierba,
del ganado dormitando y la tierra agradecida,
de las musas terrenales,
de los muslos rendidos,
a las tres
muero yo.
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