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Prehistoria

Prehistoria

[microcuento]

A la sombra de un atardecer y vigilando herbívoramente, la colegiala costarricense sacó un rotulador para apuñalar a la censura. Al acercarse al umbral de una vieja puerta, sintió otra mano empuñando la suya como una navaja.

La navaja pertenecía a Troy, del Bronx, que tallaría su nombre al respaldar de un asiento del metro, con un inevitable impulso como si cumpliera una profecía.

Esa profecía estaba por escribirla Arminio en un muro de Pompeya, se traduciría algo como "si te molesta, te encanta". Antes miró al cielo: llovería pronto.

Algunas gotas caían afuera de la caverna, cien siglos antes de Argentina. Luego de haber escalado algunas rocas, la mujer apoyó la izquierda sobre la bóveda, mientras lanzaba un tinte rojizo para inmortalizar su huella en la caverna, la vida, la historia y en la mano de la colegiala que escribía en la vieja puerta, cobijada por la lluvia.

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Las lágrimas

Tengo las lágrimas llenas de gritos, ¿Las ves? Escúchalas como se desbaratan los puñitos contra las paredes de las gotas. No las dejo salir porque rompen todo. Uno puede construir bien un palacio o un teatro que si alguna de esas hijas de Ares se asoma, lo destruye sin que medien razones. ¿Me creerías que las muy malditas son capaces de culparme por todo? Como no podrían hacer mayor daño con esas manitas diminutas, usan las mías y me las devuelven rotas, ensangrentadas, llenas de concreto o de sangre ajena. No tienes idea de lo difícil que es escribir cuando se te aferran por docenas a las pupilas, y ves todo como si estuvieras miope terminal. Parece que le tienen un pavor extintivo a que yo me siente, escriba y olvide.

Convergencia

Abraza los cardinales, los  señala  desapercibida mientras avanza oblicua al suelo que le hiere sur. Se mueve húmeda de sangre, empapada de gritos y todas las culpas, como un enorme escorpión disecado bajo el sol astillante, roedor; se acerca a su destino vertical.                      Le inyectan diestra y siniestra, y en el norte la verdad sarcástica que sonríe con piedad a la mano que escribe; el sur se entierra y el polvo se hace mezcla:                                                     oro, incienso y mirra. Convergen en su centro todas las palabras, vorágine de eras y espacios, oye gritos de futuro y pasado, destino vertical, aduana y frontera del horizonte supremo, más gritos y miradas, su piel áspera cuelga de los cuellos y se sube a los techos, blanquísima. ...